Las paredes oían cada una de nuestras palabras y también las palabras de quienes habían estado antes allí. Y no sólo que oían, también lo recordaban todo, echándonos en cara cualquier cambio de opinión en el transcurso de nuestras vidas, con una impertinencia muy difícil de tolerar.
Al cumplir yo los treinta ocho la cosa era insoportable, las paredes ya hablaban más que nosotros y siempre en tono de reproche: que si tú antes decías rojo, por qué ahora dices gris, que si has cambiado de chaqueta (en este punto ya nos obligaban a controlar incluso el vestuario) que si antes eras más avispado, que si más leal a la causa, que si.
Nos vimos obligados a mudar a otra casa, con paredes nuevas que nada supieran de nuestras vidas, que nada pudieran reprocharnos por al menos unos años, aunque sabiendo esta vez que, tarde o temprano, las nuevas paredes también nos hablarían con impertinencia de nuestros cambios de parecer o de las chaquetas.
Al cumplir yo los treinta ocho la cosa era insoportable, las paredes ya hablaban más que nosotros y siempre en tono de reproche: que si tú antes decías rojo, por qué ahora dices gris, que si has cambiado de chaqueta (en este punto ya nos obligaban a controlar incluso el vestuario) que si antes eras más avispado, que si más leal a la causa, que si.
Nos vimos obligados a mudar a otra casa, con paredes nuevas que nada supieran de nuestras vidas, que nada pudieran reprocharnos por al menos unos años, aunque sabiendo esta vez que, tarde o temprano, las nuevas paredes también nos hablarían con impertinencia de nuestros cambios de parecer o de las chaquetas.